lunes, 24 de noviembre de 2008

HITOS

De pequeño tuve terrores nocturnos. Afortunadamente no sabía que lo que padecía se llamaba así, ya que no habría hecho más que empeorar la situación. Espero que a los niños de ahora tampoco se lo digan sus padres, aunque sean adoptados. La terminología puede ser un cruel corsé, como la verdad para algunos. Durante mi niñez los padres todavía colgaban impunemente en las paredes de los cuartos de sus hijos payasos que sonreían y se movían en la penumbra, al igual que las cortinas y los monstruos que habitaban debajo de la cama. Guardo una memoria atroz de aquellas noches. La humanidad está en deuda con el cine americano. Siendo adolescente, mi madre me contó que el pediatra le había explicado que mis miedos desaparecerían el día que me enamorara por primera vez. Y así sucedió al poco: me rescató de los pánicos noctívagos una niña morena de aspecto bucólico, por quien, también según mi madre, suspiraba a todas horas. Tengo mala memoria. Lo que no saben ni mi madre ni el pediatra es que los terrores nocturnos dieron paso a otro tipo de paranoia, ya que andaba por el colegio huyendo y a la vez buscando a mi pequeña campesina como un poseso. Me ponía como un tomate cuando oía su nombre, y mis compañeros de clase, que eran muy perspicaces, no tardaron en sacar provecho lúdico de mi sistema nervioso simpático. Me daba igual, apagaba orgulloso la luz de la mesilla al acostarme. Y me levantaba cada mañana con esperanza.

Así me libré de los terrores nocturnos, aunque también es cierto que nunca más he vuelto a tener un payaso colgado en la habitación. Ni lo tendré, por si acaso. Pero más tarde, recién estrenada la mayoría de edad, regresaron los terrores, esta vez diurnos. Éstos eran distintos: ya no había monstruos que me aterrorizaran; ahora era el propio Miedo quien se encargaba del asunto, eficazmente y sin intermediarios. Quise volver al pediatra pero me tomaron por loco, así que tuve que conformarme con un médico para adultos, que a su vez me remitió a un psicólogo, especialista en monstruos y miedos. En la consulta entendí que, de hecho, diurnos y nocturnos tenían muchas cosas en común. Lógico, por otra parte, siendo ambos terrores. Los diurnos al menos me dejaban dormir, aunque tardaron mucho más en remitir que los primeros. Tuve que pensar, actuar, no mentir, ni mentirme, hacer deporte, retomar contacto con mi padre, llorar, irme de casa de mi madre, llorar: una odisea. Además me arruinaron un amor en aquella época: los terrores diurnos son a prueba de pasión. No se los recomiendo a nadie. No obstante, una vez superados me sentí mejor que nunca. Qué raros somos.

De este modo conseguí dejar atrás los terrores, hace ya muchos años; media vida. Libre de ellos las 24 horas y con cierto entrenamiento espiritual, logré enfocar mi existencia desde una óptica de tipo estándar: trabajo, casa, coche, perro, novia, etc. (aunque no fuera exactamente como Dios manda). Este sueño de felicidad "picnic" también se lo debemos al cine americano. La verdad, no estuvo mal. Pero nada es eterno, como se dice, y los terrores han vuelto. Éstos también son diferentes de los anteriores: no son ni diurnos ni nocturnos, ni veo espectros ni me dan sudores fríos o taquicardias, ni tampoco me impiden dormir, salir a la calle o querer a una mujer, creo. No los siento pero sé que están. No sé ni cómo llamarlos. Como veis, no los puedo definir, aunque diría que son dulces. Qué extraño. Probablemente parten del mismo origen que los demás y, de nuevo, precisarán de cariño, tenacidad y sentido común. Con la inestimable ayuda de la red, he pensado en retomar contacto con mi primer amor 30 años después, pero creo que le ahorraré el mal trago. Tampoco volveré al loquero, que ahora debe de costar un riñón. Ni quiero dar más la vara a mis padres, que ya han aguantado suficiente. Estos terrores me los quedo para mí solito. Ya lo tengo: los llamaré "terrores íntimos". Siento que, como sucedió con los anteriores, superarlos marcará otro hito en mi vida, un paso más en mi emancipación personal, esa cosa que, de completarse un día, acabará en un horno crematorio o un agujero oscuro, en compañía de gusanos, según especifique. Quizás el momento en que uno halla al fin su verdadera identidad íntima coincida con el preciso instante de la muerte. No me extrañaría. Aunque menuda faena acabar entendiendo que no somos nada después de tanto madrugar... Tan solo un instante de verdad final, como aquel replicante, y nuestra más fiel biografía plasmada en un obituario. Aunque tampoco me cuesta imaginar a un marido moribundo diciendo a su mujer que la quiere por decir algo o por deferencia. Falso hasta al final, pero coherente. Sin embargo, llamadme loco si queréis, pienso que si desperdicio mi vida acabaré como este señor, desperdiciando también mi muerte, y sería una pena quemar mi único instante de verdadera gloria por pereza o por precepto. Seamos prácticos: teniendo que vivir 80 años vale la pena aprovechar los hitos, que infunden ilusión, amenizan la vida y nos preparan para el viaje final a la verdad. Siento que estoy a las puertas de uno, que se está haciendo de rogar y mucho. Maldito. Se me ocurre que quizás por eso me ha dado por escribir. Seguiré esta pista.

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